No estamos para fiestas | Jacobo Zabludovsky

Lunes 17 de noviembre de 2014

A casi dos meses, la desaparición de 43 muchachos en Iguala es herida abierta, sangre no coagulada, causa de rencor.

México sufre epidemia de amargura.

Los síntomas se manifiestan de muy distintas maneras. Un primer ejemplo puede ser el de la suspensión del homenaje a Ignacio López Tarso por su trayectoria artística. Planeado mucho antes de la tragedia de Iguala se fijó para el sábado, anteayer, en Bellas Artes. Se pospuso porque el ánimo popular, profundamente lastimado, no es propicio para agasajos, así sea uno tan justo como este. Se fijara otro día para expresarle admiración a la gran figura de la actuación escénica.

A casi dos meses, la desaparición de 43 muchachos en Iguala es herida abierta, sangre no coagulada, presencia creciente en los sentimientos, causa de rencor contagioso y colectivo sin precedentes en la historia clínica, si existe, de nuestro país.

En las aguas turbulentas de la tragedia pescan delincuentes encapuchados y llevan agua a su molino políticos cómplices que gritan al ladrón y califican a otros de asesinos para desviar de sí mismos la atención, ocultar su culpa, avivar el fuego hasta hacerlo incontrolable.

Las investigaciones han avanzado: hay unos setenta detenidos, algunos confesos y el castigo de los culpables tiene un camino jurídico cuya observancia general obliga a todos a respetarlo. No nos equivoquemos: la desaparición de los jóvenes es un crimen repugnante, horroroso y no se borrará de nuestra memoria. Pero México ha sabido superar otras crisis como superará esta. Que una indignación justa no nos lleve a fortalecer acciones violentas cuya finalidad no es clara.

La pregunta fundamental sigue sin respuesta: ¿por qué? Vivos (no perdemos la esperanza) o muertos, aún no sabemos los motivos para secuestrarlos y borrar sus huellas. Un hecho los une por encima de la edad, vocación magisterial o ser hijos de campesinos: la pobreza. Es la señal común. Combatir la pobreza es la forma de evitar tragedias semejantes. Una mejor repartición de los bienes, mejor acceso a las oportunidades, mayor confianza en el futuro, salud y educación de calidad, es mejor remedio que armamentos letales en manos de policías.

La pobreza en México es hoy más agobiante que hace 30 años. De 1984 a la fecha, el 10% de las familias más ricas del país concentran más riqueza: de 33% pasaron a tener 35% del total, de acuerdo con los datos más recientes de la Encuesta Nacional de Ingreso Gasto de los Hogares (ENIGH) 2012. Por el contrario, las familias más pobres se mantuvieron prácticamente sin cambios y México se coloca en segundo lugar como país con mayor desigualdad en el mundo, sólo por encima de Chile.

Las catástrofes financieras no afectan tanto a la opinión pública como las que hieren las fibras sentimentales. La vida humana está por encima de cualquier consideración económica. Un adolescente vale más que todo el oro del mundo. Sin embargo, cuando admitimos que la pobreza extrema es intolerable y la distancia entre pobres y ricos puede ser causa de asesinatos hasta llegar al genocidio, combatirla es evitar resultados funestos como los recientes.
Sobre lo mismo, algo más. El deseo de hallarlos vivos y, sobre todo, la duda sobre las muertes de los 43 o parte del grupo, impide rendirles homenaje cívico adecuado: ni bandera a media asta, ni días de luto o guardias fúnebres. Podríamos en honor a ellos si regresan vivos o en su memoria, si no, presionar a los tres poderes federales a cambiar las estructuras causantes del imposible acceso de la enorme mayoría de los mexicanos a los beneficios elementales en una sociedad democrática.

Lo ocurrido en Iguala debe tener una respuesta inmediata: si los asesinatos fueron de jóvenes inocentes, estudiantes con ambición de llegar a maestros con el denominador común de su pobreza, ábranse los accesos políticos y económicos a esa juventud agraviada, madura y adversa al sistema de caridades que los gobiernos modernos heredaron de los filántropos decimonónicos.
Entre la juventud hallamos un segundo síntoma, también artístico, de nuestro agobio: Café Tacuba realizó este jueves el tercero de una serie de 7 conciertos en el Auditorio Nacional para celebrar 25 años de trayectoria artística. Casi para finalizar el concierto, Café Tacuba encendió en el escenario 43 velas para recordar a los estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala, Guerrero. De manera espontánea y ordenada, el público joven comenzó a contar del 1 al 43 y al final de la cuenta gritó, con fuerza y emotividad la palabra justicia.

10,000 jóvenes pedían un México nuevo.

Ignorar los síntomas es la mejor manera de hacer crecer los males.
La primera obligación de un gobernante es oír.
La segunda es responder.
Con hechos.

Este es el Bucareli número 400. Gracias Juan Francisco Ealy Ortiz. Gracias lector.

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El Universal – Opinion – No estamos para fiestas
A casi dos meses, la desaparición de 43 muchachos en Iguala es herida abierta, sangre no coagulada, causa de rencor

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México bárbaro – Enrique Krauze 10 NOV 2014

El país necesita una seguridad y una justicia que protejan la vida. De la solución de fondo que se dé a la alarmante debilidad del Estado de derecho depende la viabilidad de la democracia mexicana.

La espantosa masacre de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa ha provocado una indignación social sin precedente desde 1968. Es una reacción justificada y natural. Dada la historia remota y reciente de Guerrero, la tragedia tenía fatalmente que ocurrir, lo extraño es que no ocurriera antes y que las diversas instancias de gobierno no la previeran y evitaran. No todo México es Guerrero, pero así lo parece ahora.

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México bárbaro
El país necesita una seguridad y una justicia que protejan la vida. De la solución de fondo que se dé a la alarmante debilidad del Estado de derecho depende la viabilidad de la democracia mexicana

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La puerta Mariana – Jorge F. Hernández 11 NOV 2014 – 22:33 CET3

El Estado somos todos y somos precisamente quienes podemos tocar a la puerta sin tocarla

Es una metáfora contundente. En medio de la indignación generalizada, el desamparo palpable ante tanta confusión, la ira irracional que nada tiene que ver con el justificado reclamo de la sociedad ante el horror que vive México desde hace 43 madrugadas, en realidad desde hace mucho tiempo. No es quemando la puerta del Palacio con lo que se lograría abrir la fortaleza hermética de la negra conciencia de los culpables; para tal caso, no había nadie adentro para abrirla, no tiene timbre y la campana solo alarga su badajo para la noche de otros gritos. Además, no hubo nadie que impidiera quemarla.

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La puerta Mariana
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El cuarenta y cuatro – Jorge Zepeda Patterson 12 NOV 2014

Morirse no es como lo pintan. Me gustaría decirles que vi un rayo de luz, pero la negrura sólo dejaba ver reflejos de luna sobre las pistolas de los pinches matones.

Con todo respeto, a los otros 43, donde se encuentren.
Morirse no es como lo pintan. Me gustaría decirles que vi un rayo de luz o que escuché la música de los arcángeles, pero la negrura sólo dejaba ver reflejos de luna sobre las pistolas de los pinches matones y los fogonazos intermitentes cuando apretaban los gatillos. Y de oír, nada. El corazón me tronaba más fuerte que los gritos de mis compas o quizá sería el balazo que me rompió el oído un rato antes cuando tumbaron a José porque no quiso bajarse del camión. El caso es que yo ya nomás oía para adentro. Aunque adentro tampoco había mucha música: traía ya las tripas revueltas y me sacudían arcadas como las que le dan al perro del conserje de la escuela.

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El cuarenta y cuatro
Morirse no es como lo pintan. Me gustaría decirles que vi un rayo de luz, pero la negrura sólo dejaba ver reflejos de luna sobre las pistolas de los pinches matones

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Estaban México – Federico Reyes Heroles 11/11/2014 01:32

Ahora estamos frente a una narración de horror que, por supuesto, se explica por la debilidad institucional, por la guerra soterrada entre las bandas del narco, por la complicidad que, por lo visto, no tiene límites. Pero también es la cosecha del entorno, como lo señaló Pascal Beltrán del Río ayer.
 
Me levanté temprano y me encaminé a Ciudad Universitaria. Era el 7 de febrero del año 2000. Solicité a Rectoría el acceso. Allí colaboré con el rector desde la Comisión de Garantías para buscarle una salida al conflicto que paralizó a la UNAM casi un año. La Policía Federal había entrado la madrugada del día anterior en un operativo, por fortuna, muy profesional. Caminé por las instalaciones desiertas de Filosofía y Letras, de Derecho, de Economía. Allí estaban todavía los objetos que horas después serían retirados. Tambos de gasolina, mecheros y botellas para las bombas molotov, una cubeta con algo de pólvora. Algunas armas escondidas entre cobijas, anafres, bolillos secos y latas de cerveza. Me senté en un catre a meditar, cómo fue que llegamos allí. Concluí: todos éramos responsables.

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Estaban en México
Ahora estamos frente a una narración de horror que, por supuesto, se explica por la debilidad institucional, por la guerra soterrada entre las bandas del narco, por la complicidad que, por lo visto, no tiene límites. Pero también es la cosecha del entorno, como lo señaló Pascal Beltrán del Río ayer.

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