Ahora estamos frente a una narración de horror que, por supuesto, se explica por la debilidad institucional, por la guerra soterrada entre las bandas del narco, por la complicidad que, por lo visto, no tiene límites. Pero también es la cosecha del entorno, como lo señaló Pascal Beltrán del Río ayer.
Me levanté temprano y me encaminé a Ciudad Universitaria. Era el 7 de febrero del año 2000. Solicité a Rectoría el acceso. Allí colaboré con el rector desde la Comisión de Garantías para buscarle una salida al conflicto que paralizó a la UNAM casi un año. La Policía Federal había entrado la madrugada del día anterior en un operativo, por fortuna, muy profesional. Caminé por las instalaciones desiertas de Filosofía y Letras, de Derecho, de Economía. Allí estaban todavía los objetos que horas después serían retirados. Tambos de gasolina, mecheros y botellas para las bombas molotov, una cubeta con algo de pólvora. Algunas armas escondidas entre cobijas, anafres, bolillos secos y latas de cerveza. Me senté en un catre a meditar, cómo fue que llegamos allí. Concluí: todos éramos responsables.
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Estaban en México
Ahora estamos frente a una narración de horror que, por supuesto, se explica por la debilidad institucional, por la guerra soterrada entre las bandas del narco, por la complicidad que, por lo visto, no tiene límites. Pero también es la cosecha del entorno, como lo señaló Pascal Beltrán del Río ayer.
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